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El celador de muertos

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La pala golpeó una vez más el duro y húmedo suelo, y una gota de sudor bajó por la frente de José. Era cerca de las diez de la noche y allí se encontraba él, como en alguna otra ocasión, preparando la sepultura para el cadáver que sería enterrado el día siguiente. 

Si. José era uno de los celadores del cementerio del pueblo y era su trabajo preparar el terreno por cada muerte que ocurría, lo que para ciertas personas era un trabajo arduo y difícil. Sin embargo, para él, era una tarea más de las que realizar, aparte de la vigilancia, del cuidado que por más de 30 años le había dado a la necrópolis que él mismo prácticamente habitaba.

José había visto el cadáver de un centenar de personas, incluso algunas conocidas por él, y esto había generado en él una cierta insensibilidad o una visión atípica – necesaria para el trabajo – hacia la muerte. El mismo había preparado la sepultura para su padre, había cavado en la tierra con sus manos como esa noche, había acondicionado el terreno, y se había encargado de que la compañía funeraria hiciera lo correspondiente para el reposo del cadáver. Conocía el lugar exacto de cada cadáver en el cementerio y estaba seguro de que podría recorrerlo casi a ciegas.

Por extraño que parezca José era un hombre que amaba su trabajo, tal vez era costumbre o resignación, pero le gustaba la idea de ser él quien le diera el lugar adecuado donde los cuerpos sin vida irían a reposar a su sueño eterno. Creía entender al inmortal Caronte, llevando las almas a través del Estigia hacia el inframundo. Sentía que la muerte era para él, una extraña y vieja amiga.

Algunos cadáveres llegaban frescos y cuidados, algunos estaban casi descompuestos y maltratados; el olor a formaldehído se había convertido en una fragancia común en su olfato. Le gustaba considerar su trabajo como un apoyo a la vida, pues para él, la muerte era además un camino, una nueva vida, y él “el celador de muertos”, como solían llamarle, había presenciado el comienzo de una nueva vida para muchos.

José era un hombre bastante mayor y en su larga experiencia, había pasado por muchísimos sucesos atípicos del trabajo, siendo uno de los más considerables, el entierro de un niño vivo. Según información de los habitantes del pueblo, el niño había sido diagnosticado con parálisis corporal, y a los pocos días de estar interno en el hospital había sido declarada su muerte. La familia estaba destrozada, siendo éste su primer hijo y muerto a la edad de 5 años. José preparó y acondicionó el terreno y al día siguiente, como cada vez, presenció el funeral. Llantos y gritos, palabras y sollozos; José estaba tristemente acostumbrado a ello y aunque ya en ese entonces llevaba unos pocos años en el oficio, fue bastante impactante para él, era la persona más joven que le había tocado sepultar. El niño estaba muerto, o eso parecía, allí estaba, inerte y pesado, como todos los cadáveres que había visto. Su piel estaba considerablemente pálida y al examinarlo detalladamente, se dio cuenta de que no había respuesta a estímulos visuales o táctiles. Un niño muerto, sin más ni menos. El olor a formaldehído aún se encontraba allí, José podía percibirlo aún, y más tarde, procedió a verter el cemento y la tierra sobre el ataúd pequeño. Pero fue allí donde José escuchó el fuerte golpeteo de la madera, el ataúd resonaba como el sonido de varios tambores. Un ruido seco y desesperado. José volteó su mirada al ataúd asustado y lleno de horror; pensó que el cansancio y la impresión habrían causado efecto en él, tal vez el fuerte ron que ingería para influir el insomnio le estaba haciendo una mala jugada. Fue allí donde escuchó el sonido de un grito casi ahogado, el grito de un niño desesperado. José rápidamente retiró el cemento fresco que aún estaba sobre la tumba y procedió a golpear la urna del muchacho con la pala de hierro que tenía en sus manos. Al destrozar la tapa del ataúd se encontró con que el cadáver, el mismo cadáver que acaba de ver, el niño muerto pálido e inerte que acaba de enterrar se encontraba con los ojos abiertos y con la respiración agitada.

Poco después se enteró que el niño habría sufrido un trastorno poco común conocido como catalepsia. Al parecer el niño había sufrido desde pequeño ciertas crisis epilépticas, enfermedad que avanzaría hasta llegar a tal grado de inmovilidad. “Una muerte relativa” pensó José, pero nada más. Desde ese momento tomó la costumbre – y se aseguró de que éste fuese un reglamento – de revisar el cadáver antes de su entierro definitivo. No presenció un caso similar, pero a José no le gustaba arriesgarse.

Pero este día, se encontraba preparando la sepultura para alguien que no conocía, y pese a las experiencias pasadas, se encontraba completamente indiferente – como tantas otras veces – al origen del cadáver. Sólo tenía que asegurarse que el hueco fuese lo suficientemente hondo para el ataúd, con ciertos metros reglamentarios y podría irse a su casa cerca del cementerio a descansar luego de un largo día de trabajo.

La pala siguió cayendo sobre la tierra húmeda por media hora más, generando un ruido sordo en el cementerio en ciertos períodos de tiempo. Al finalizar José decidió que el trabajo estaba finalizado y se dispuso a guardar las herramientas para irse. Llegó a su casa, cansado como nunca antes. Pensó que posiblemente ya estaba algo viejo para el oficio, sus piernas estaban cansadas y su cabello estaba casi por completo canoso. Recostó la cabeza sobre la almohada y cayó en un sueño largo y profundo, un letargo bastante intenso como nunca antes había sentido.

Abrió los ojos de repente. El cansancio había desaparecido y rápidamente se puso de pie. No tenía idea de cuantas horas había dormido, y al mirar a la ventana de pared se dio cuenta que era de noche. Se preocupó. En toda su experiencia jamás había cometido error igual, se había perdido el funeral y debía rendir cuentas a la compañía encargada. Se vistió y salió casi al trote en dirección al cementerio. Estaba oscuro y un aire frío reinaba en el ambiente, eran aproximadamente las 7 de la noche y el ataúd debía estar aún allí, sin sepultura, y sin nadie encargado.

Cruzó la reja del cementerio y se dirigió hacia el lugar donde había estado el día anterior. Pero algo inesperado le sorprendió. Un hombre ya estaba allí; pudo verlo a lo lejos en el lugar exacto donde se encontraba la sepultura que él mismo había preparado. Tal vez era un ladrón, buscando algún cadáver para algún rito religioso. José le gritó, pero éste no pareció escucharle, se acercó aún más y repitió el grito, con el mismo resultado. En el cementerio reinaba un silencio pulcro, casi absoluto. José se acercó y extendió el brazo hacia el invasor, e intentó con sus manos arrugadas y llenas de cicatrices tocar al muchacho que se encontraba en su lugar. El movimiento fue en vano. Al recorrer la mano sobre el hombro del muchacho, ésta efectivamente se posó encima, pero José no sintió nada en ella. Por una fracción de segundo pensó que el muchacho giraría su cabeza, pero no fue así. El joven se encontraba, efectivamente realizando su trabajo. Estaba preparando el cemento y la arena que vertería sobre el ataúd, para luego, a los pocos días lapidarla. Trabajaba arduamente, y por un momento el muchacho dirigió su mirada en la posición exacta de José, pero al parecer éste no lo vio, lo ignoró por completo, como si éste no existiese. El muchacho siguió preparando la mezcla hasta finalizarla. Y justo antes del momento en que quedaría sepultado el cuerpo, cuando el cadáver del ser que se encontraba muerto en el ataúd quedara despedido de la superficie terrestre para emprender su viaje hacia el inframundo, el joven realizó lo que José mas temía.

Se dirigió hacia el ataúd, con pasos pesados sobre la tierra húmeda. José se acercó a la tumba y llegó a él, el conocido olor a formaldehído y a muerte que tantos días de su vida había percibido. La puerta del ataúd hizo un leve crujido cuando el muchacho la levantó. Entonces ambos celadores contemplaron ante sí el cuerpo que se encontraba en la urna. Un hombre viejo, bastante arrugado, de unos 70 años de edad reposaba en el ataúd. Tenía el cabello cano y la piel blanca, una barba gris cubría su rostro y sus ojos estaban cerrados. El cadáver reposaba con una paz profunda, casi podría pensarse que se encontraba profundamente dormido. Entonces José pudo entender lo que ocurría, necesitó todos sus años de experiencia para darse cuenta de que lo que tenía ante sí era la imagen sin vida, de su propio cadáver.